Mucho rojo, rojísimos días. Las pascualinas crecen y toda mi pena se vuelve rosada y esta vez tiene nombre de mes; no de humano, no de animal solar caído en redes nebulosas, desde donde no sale si no es por voluntad del viento. Diciembre me tiene en su interior, arropada y desatada y trae, continuamente, sensaciones de pérdida, de posibles encogimientos... porqué el miedo, la náusea cuando digo < es hora de vehiculizar las palabras > .
Sí, hay algo en mí, algo parecido a un continente o una gran porción de mar. Tenía esta plenitud lunar, de animal que merodea las ruinas indeterminadas de marte; un lugar y quizas más; la sed cuando desierto; el filo cuando cuchilla desempolvada. Pero entiendo. Siempre entiendo. O comprendo. Nuestras emociones no son una contaduría, una banca. No es préstamo, locura traspasada, una rutina asociada a la deuda. No me debes. No te debo. No nos debemos ningún tipo de circulación moral.
Una sumisa debe asumir qué tanto puede sostener. Cuántas mordidas o embistes puede recibir. Estoy en repliegue. Me voy sin lenguaje, sin palabra. Apago mi cigarro en el - estado amatorio -, en las nostalgias y su totalidad, la difusa completitud. Laureles de río de siempre. Veo el fuego, siento el calor quemando las viejas figuras de la infancia.
Aquí, en esta espaciosa sala de transfiguraciones, te vuelves el hambre o la confusión o un tablero de ajedrez. No tienes forma, estás ido... estás posicionado en otra parte, otra - pequeña espacialidad reminescente - y en mí, disipadores del color; comedores de raíces o rizomas; fantasmas elípticos que me instalan en su centro y se constriñen hacia mí. Voy a colgarme algún día y espero que todos los poemas floten como pájaros de arena; que las campanas encuentren asilo en la costa y al final, cuando sea huesos y viejos ropajes oscuros y cadenas de acero; cuando sea gruta de mi propia soledad: decir con mi polvadera, en compañía del viento, aquí giro y giro y voy girando a tus ojos, negros como el misterio en la fé, leales a su dolor aguado, resbaladizo.
Voy a todas partes, transformada; voy sin consciencia, sin temperamento. Iré, iré al mundo donde las camas, al momento de dormir, descienden violentamente; dónde las alfombras me abrazan y dicen: estás muerta, estás dormida, estás dejando de amar, estás viva, viva y a medio cantar y a medio morir y transformada iré, escuchando la más porosa impostación de la voz; las músicas tronando no la tierra sino sus propias limitaciones gráficas. Música para alguien que no quiere ver más dentro de su cabeza y va perdiendo la vista hacia fuera. La paradoja no tiene cabida cuando no tienes miedo. Miedo. Soterrado, pero miedo. Veo las luces en mis manos, desapareciendo como naranjas comprimidas. Tu espalda es un árbol que cayó sobre mí y sembró sus nidos y su ramaje en mi memoria, ahora suprimida por la necesidad de grafiar la experiencia.
Si cierro los ojos, hay más, mayor visión, enormes imágenes. Cuando duermo, muero y voy a mis ojos de zorro chilla. Cuando duermo, asisto a mi reencarnación inútil, porque aquí mismo he sido piedra y río, vino y copa. Cuando duermo y hay nadie en las ventanas y la cordillera pierde su forma; ahí, justo ahí. Nada más. La misma estrella, el pequeño mapa en el vidrio besándome los parpados; arropando mi estructura de pez de barro. Música, voy escribiendo mis necesidades mágicas con la fuerza del último agitamiento, con el grito que anotamos en el puño.
Que algo me ayude o me lleve, me lleve donde no se llega con los ojos abiertos; donde tarde, noche y día son sólo expresiones del color. No al horizonte, sino que desmembrada como el viento, ir, sólo ir y soplar a mi favor que será el favor de nadie...