domingo, 29 de septiembre de 2024


Y en el fondo, aunque no a oscuras totalmente, la noche se instala en el barrio. Alguien riega plantas, caléndulas o romero. Los vecinos siempre riegan a esta hora, cuando el frío es la oportunidad para abrir la reja, permitir la salida de los gatos y encender un cigarro. Es inicio de primavera y la humedad, por las noches, atrae zancudos, mariposas y grillos. Ultrasonido, el relámpago vuelo de los murciélagos cosechando los frutos de la noche.

Por la mañana, los viejos recortan la hiedra y, tranquilos, pasean bajo el sol. Algo de eso, siempre está presente. Un viejo y el sol. La señora de los gatos, bajando las escaleras lentamente. Zorzales, mirlos y chincoles picotean la hierba, equilibran su pajareada fisionomía sobre cables y puntas de fierro. Las palomas, arropadas en antiguos cueros, sin la máscara de pájaro ornamental. Alguien las ve y no les desea nada. Ni el viejo ni la señora ni los gatos. Las palomas vuelan sin que las campanas retumben entre los edificios, todos de cuatro pisos, descascarados por - la usanza y el tiempo -.

Nicolasa, longeva cómo un cántaro, ordena sus plumas, desenreda sus patas de pelos y chicles. Con su lomo descubierto, recibe los primeros rayos de sol. Alguna vez, en algún excelentísimo lugar, rompía el viento. Tornasol o plateada, Nicolasa admite su belleza anónima frente a las piletas. Más arriba, en las pajareras, sus compañeras más jóvenes, lustran su época de lola, su edad de oro. Ella, a los ojos del viejo, la señora y los gatos, tiende a permanecer en soledad. Desapercibida, camina más que vuela. Ave migajera... recoge lo que hay por delante y por detrás, como una antigua vedette reinventando sus espectáculos. Es pequeña, más gris que el gris y tiene menos miedo de lanzarse sobre los autos y las bancas que sus compañeras de casa. Es sola entera y, consciente del - no siempre fue así - asiste a la vida y a la ineluctable oxidación del cuerpo, con gracia y definición. Nicolasa es consistente, en método y en edad. Vieja como una mitología, jubilada de su otrora misión comunicante, se desprende de su pequeño bolso y sus pequeñas cartas, escritas a mano por alguien que, a modo de urgencia, le encargaba el correo. Es, cómo se comenta, una antigua vedette. No tiene tocador, su maquillaje está vencido. El oficio, aparentemente obsoleto. Sin embargo, y a pesar de los días de lluvia, Nicolasa sigue recorriendo la enorme ciudad; experimentando el inquietante crecimiento urbano. Y nadie barre estos pisos, llenos de colillas y cuentas de luz y gas sin pagar; las rejas abiertas de par en par y el arriendo por las nubes. Yo siempre digo que a una los escalones la vuelven lenta y no al revés, que la mañana es la hora donde las colas para el pan me inquietan y significan demasiada habladuría, chisme rastrero. No hay respeto, entra cada Pedro por su casa y yo, ni tan sola ni tan acompañada, abstengo a bajar y subir las escaleras, mientras observo los maitenes crecer. Siempre dicen que es cosa de vieja el tema de las plantas. Quizás, envejezco como ellas, el tiempo talla los faldones que tengo hace casi 27 años, la misma edad que mi segundo hijo. ¿Faltará tela? ¿sobrará espacio, siempre espacio y gestos, para los jóvenes? Le dije, a comienzos de año, que los gatos meaban mis plantas. Ellas, mis niñas, coloridas todavía, impecables para el resfrío y varices. Los gatos, recorriendo el condominio como dueños y señores de cada entrada. Estoy harta o abandonada, pero mis niñas, la flor de la caléndula, como un sol diminuto, me acompaña mientras hierve la tetera. Para qué decir las palomas y los basureros, cada quien debería llevarse su basura, así nadita nadita de palomas y ratones o perros rajando bolsas y sacos. Gente cochina. Igual que los gatos, aunque menos bellos, menos dóciles al sol cuando riego y corto la hiedra. Quizás aquí se dan por el clima, por el tiempo y la sierra que nos da viento, dirección. Crecen como condenadas, así mismito debería crecer mi voluntad contra el cigarro. Aunque, en secreto, siempre me digo: a mi déjenme tranquilo, soy el viejo de la hiedra, vivo desde que la Villa Las Acacias es Villa Las Acacias. Conozco cada rostro, escucho cada paso de la vieja y cada reclamo contra los vecinos más nuevos, afuerinos. Ellos llegaron hace tiempo, que se aburra, ponga la pava y se tome sus té de siempre, esas infusiones o ensaladas de ortiga que hace para las varices. Quizás, como esta sola, las palomas se apenan y la visitan. Quizás hasta la quieren, porque con nadie habla ni comparte de sus plantas. Sus plantas amarillas como de sol recién amanecido.


Nicolasa camina, erguida apenas, por la cuneta más cercana. A alguien se le debió caer un pan, una cáscara o tiró las pasas deliberadamente por la ventana. Tiene hambre, aunque poca. Su tamaño, el pobrísimo aleteo consume poca energia. Prefiere acicalarse, empollar imaginarios huevos sobre los autos y micros. Tantas cartas que entregó, tanto pedido especial. Ahora, retirada, vive y se mueve como los caracoles en la lluvia. Siempre la quise, la adoraba, aún conservo un par de plumas nacaradas en mi bolso. Volaba como ella sola, a raz de piso si era necesario o esquivando volantines de competencia. Realmente, considera que es un tristísimo cometa. En las fiestas de Mayo, del Cristo de Mayo, solía recoger los ramitos abandonados para su nido. Siempre tuvo el nido vacío, lo construía para ella. Eran grandes carnavales, mucha música, comida hasta empacharse y soñar con que, cada tarde, la mesa de cada vecino, estaría decorada con santitos de greda, deformes en rostros y cuerpos. Santos de abundancia. Y ahora, con los años, con mis años o mi tiempo encima, colgué la bicicleta en la entrada del edificio. Es casi una reliquia. Una Oxford del 69, cuando parecíamos liebres entregando paquetes, regalos equivocados y cartas certificadas. Más de un socio, me regaló un par de tazas sobrantes o un saco de ropa. Yo los aceptaba por pura vergüenza, porque quizás algún día alguien me acompañaría a la feria a ganarme un par de pesos. De pavo nomás, vergüenza de perico. Los años pasan y sigo recordando como si fuera un oficio para toda la vida, recordar, recordar y abrir cartas con cuchillos para averiguar cada - noticia escondida - de la Villa. El viejo y la señora nunca recibían nada... sí, si recibían, pero visitas de gatos y pájaros, algo haraposos, deslucidos por el polvo de las calles antiguas. Ha cambiado todo, oiga. Ya ni ni nos saludamos. Eso sí, cuando es temporada de primavera, especialmente el comienzo, cómo ahora, nos miramos a la cara y pareciera que cada uno saca la cuenta de los años del otro, viendo las arrugas y jorobas. Nicolasa, siempre mi favorita, linda ella, solitaria no se sabe porqué; nunca pudo vérsela con otras. Siempre atenta, desconfiada. Así vuela ella, tan añosa como una rocola. Que lindos eran los boleros de antes. Ese de Los Panchos que decía más cuando quiero recordar / nuestro pasado / te siento con la hiedra / ligada a mí. Qué lindos eran. Mis cartas también, con sus estampillas doradas, de papel couché. Bonitos tiempos, oiga. 

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¿qué es? Platonismo, espejismo. ¿cómo? Trasladando una máscara a un rostro. ¿por qué? Por creencia instituida. ¿para qué? Superponer una sol...