miércoles, 17 de abril de 2024

 Maipú, 4 alamos, el viento sopla con voz de ángel pálido y los pájaros cotorrean en los entretechos. Es la mañana después de la lluvia. Un claro de sol, el tibio cruce de sus rayos y su alcance de manos de sacerdotisa, anuncia posible garuga. Los perros meten su cabeza gruesa, entre reja y reja y ladran a los desconocidos de siempre. Qué habrá en esa pérdida de memoria tan recurrente y mimética, olvidando los mismos ojos y los mismos pasos que se corren a la otra orilla del pasaje, para no ser mordidos. La lluvia, fría y silenciosa; una ventana rota por donde entra el demonio del buenos días, afuera está la vida. 

La llamaron a escuchar pedidos, a recibir órdenes, organizar lápices y trazar líneas que no significan nada en ninguna parte. Allá también hay perros, flores rosadas en maceteros de piedra. Recuerdo que alguna vez quise un espacio lleno de flores, un mueble lleno de comida, un gato al cual acariciar mientras nos toca la luz con sus manos y dedos transparentes. Allá también hay perros que ignoran sus ayeres inmediatos. Los automóviles, blindados por la noche, parpadean como luciérnagas azules. Las mujeres llevan sus vestidos ligeros, sacudidos por el viento. Los álamos, dos o cuatro pimientos desorientados. Un río que se arrastra como una muda de serpiente, aferrada a su antigua domadora. 

De esquina a esquina, un puente curvo. Abajo, la muda o el enmudecimiento o, al menos, su posibilidad. Se mira hacia abajo y hacia al frente y a los costados. Quién observa hacia arriba, pide, realiza las plegarias pertinentes, confía en un punto inalcanzable, en los jardines infinitos. 

Alguien dice lo bello es lo sano. Y todos los gatos arrimados en los árboles, escondidos en las ruedas de los autos, la vida nocturna de los techos, están enfermos. En otoño, las palabras son palos de canela: algo oloroso, quebradizo, empolvado. En otoño o en primavera, cuando las añañucas crecen en medio de la arena o los lirios en medio de la piedra; o en verano, cuando el sol es una herradura enorme; la vida o lo vital o la oxidación inevitable, toman sus formas; la gente es suicida, a pesar de los ventiladores y el aire acondicionado. Las ideas proliferan, a pesar o en contra del largo hastío invernal del cuerpo; de la ropa pesada y húmeda. ¿Quién es la gente? ¿quién asiste a la hiena que muere? ¿quién vela a los muertos desnombrados, pinchados como sombras en tableros?

La juventud, la evaporación de todo lo exquisito; las fuerzas egoístas con las que se vive a tope. El alcohol haciendo estragos. El amor... un tópico reiterativo. La juventud tiene ojos y espejos. Se ve a sí misma, se canta a sí misma. La voz desaparece. La voz y los pliegues lozanos de la cara, la musculatura precisa en los hombros; la delgadez en la tristeza de los ojos, disimulada por el fervor de los pocos años. Ahora viene algo con sus sabores amargos y posibles; realmente posibles. Un perro de tres patas, loros despoblando la copa de los árboles, la tierra prometida para quienes poseen la llave maestra; el sello y la idoneidad del ser y estar; del YO muy en contrasentido del todo. Un matador, las nuevas domadoras.


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